Es sábado en la noche y mi hijo adolescente sale a una fiesta. Noto ese dolorcito en la boca del estómago, tan familiar como desagradable. Es como una sensación de vacío que me hace pensar que algo malo va a pasar.
Mi mente comienza a repasar los escenarios de todas las cosas terribles que pueden pasar: y si le ponen algo en la bebida, y si lo asaltan, y si tienen un accidente, y si…, y si…
Mientras más escenarios terribles me imagino, más ansiosa me siento y más aumenta esa sensación desagradable en el estómago.
Es mi cerebro haciendo su trabajo, pues nuestro cerebro humano ha evolucionado para ayudarnos a sobrevivir, su prioridad es mantenernos a salvo.
Un poco de neurociencia
Para poder entender cómo funciona la ansiedad, es importante repasar algunos conceptos básicos sobre el funcionamiento de nuestro cerebro.
El cerebro humano es increíblemente complejo. Tiene muchas estructuras y funciones, pero, para efectos de este artículo, vamos a utilizar el concepto de “cerebro viejo” y “cerebro nuevo”.
El “cerebro viejo” se compone del cerebro reptiliano y del sistema límbico. Es el primero en línea evolutiva y lo compartimos con todos los animales.
Se encarga de las funciones básicas de supervivencia, como regular nuestra presión sanguínea, respiración, latidos del corazón, ciclos de sueño y vigilia, hambre, etc.
El sistema límbico evolucionó un poco después. Esta parte del cerebro la compartimos con los mamíferos, y es la parte de nuestro cerebro que se encarga de la memoria, emociones, afecto, motivación, interés por el cuidado de otros, altruismo y cooperación entre otras.
Tanto cerebro reptiliano y sistema límbico forman lo que se conoce como “cerebro viejo”, responsable de las reacciones automáticas de lucha, huida y parálisis que se desencadenan frente a la percepción de una amenaza.
El “cerebro nuevo” está formado por el neo-cortex o corteza cerebral, que es la última parte de nuestro cerebro en la línea evolutiva.
La corteza prefrontal es como el CEO de nuestro cerebro.
Es la que nos permite pensar, analizar, tomar decisiones, imaginar, crear, reflexionar. Gracias a nuestra corteza prefrontal podemos ser conscientes de nosotros mismos, tener sentido de identidad, revisar acontecimientos pasados para aprender de ellos y planificar el futuro.
Cerebro nuevo y cerebro viejo: un diálogo constante
Dentro del “cerebro viejo se encuentra la amígdala. Es un conjunto de neuronas en forma de almendra, que es como nuestro guardia de seguridad. Está todo el tiempo escaneando el ambiente para detectar amenazas. La mayoría de las veces, lo hace sin que nos demos cuenta.
Si detecta una amenaza se desencadenan reacciones neurofisiológicas que nos preparan para correr, luchar o paralizarnos, y ponernos a salvo del peligro. Si no se detecta amenaza, entonces podemos permanecer en calma, descansar, digerir nuestra comida, conectar con nuestros seres queridos.
El problema está en que nuestro cerebro no distingue entre amenazas externas reales y amenazas internas o psicológicas.
Nuestro sistema nervioso va a desencadenar la misma respuesta neurofisiológica de lucha, huida o parálisis frente a un asaltante en una calle solitaria y oscura, que frente al pensamiento de que es posible que la presentación que hice para la reunión de mañana no le guste a mi jefe y me despidan del trabajo.
Nuestro sistema límbico suele ser muy bueno para lidiar con las amenazas reales externas. Son las amenazas internas las que nos generan problemas.
Nuestro “cerebro nuevo”, con esa corteza tan desarrollada que tenemos los seres humanos, nos perite imaginar historias increíbles, crear obras de arte maravillosas, inventar el internet, desarrollar vacunas, medicinas y muchas otras cosas.
Sin embargo, esta misma capacidad de pensar, recordar, crear e imaginar, nos puede jugar en contra. Pensamientos negativos, escenarios catastróficos, recuerdos que nos llenan de arrepentimiento o vergüenza, autocrítica, son sólo algunos ejemplos.
¿Cómo nace la ansiedad?
Para entender cómo nace la ansiedad, es importante saber que, aunque la ansiedad nace del miedo, miedo y ansiedad no son lo mismo.
El miedo es una emoción sumamente adaptativa. Su función evolutiva es ayudarnos a sobrevivir. Es uno de los mecanismos más antiguos que tenemos y, gracias a éste, hemos logrado sobrevivir como especie durante todos estos años.
Nos ayuda a protegernos cuando enfrentamos una amenaza, generando una respuesta instintiva para ponernos a salvo de un peligro real e inminente. En otras palabras, el miedo salva vidas.
El miedo es adaptativo, la ansiedad no lo es.
Judson Brewer, neurocientífico y psiquiatra norteamericano, dice que la ansiedad nace de la suma del miedo con la incertidumbre y la capacidad de nuestro “cerebro nuevo” de crear, imaginar, pensar.
Nuestro “cerebro nuevo” predice lo que va a pasar en el futuro, basado en experiencias pasadas. Pero, para poder hacer eso, necesita información precisa o certera. Si la información es imprecisa o incierta, nuestro cerebro genera diferentes escenarios de lo que podría pasar, basado en experiencias previas similares.
Sin embargo, cuando nuestro cerebro no tiene información suficiente (lo cuál es lo más común), genera muchos escenarios posibles, y si…, y si…, y si…
Si lo que me han contado, lo que escuché o vi en las noticias me genera miedo, y a este miedo le sumo la incertidumbre y la capacidad de mi cerebro nuevo para crear e imaginar escenarios terribles a futuro, ¡boom, nace la ansiedad!
¿Recuerdan a mi hijo adolescente que salió de fiesta?
Bueno, sabemos que la ciudad en la que vivimos no es precisamente la más segura. Esto me genera miedo. Hay incertidumbre, pues no conozco a todas las personas que van a la fiesta, no sé con certeza lo que va a pasar en esa fiesta ni el camino de ida y vuelta.
Entonces, mi cerebro comienza a hacer su trabajo con esa capacidad que tiene de crear e imaginar. Genera escenarios y me dice: “le van a poner algo en la bebida y lo van a drogar” …
Mi cerebro viejo genera ansiedad, mis músculos se tensan, mi corazón se acelera, me siento alerta y aparece ese dolorcito en a boca del estómago.
Cuando mi cerebro nuevo detecta estas sensaciones y emociones, lo interpreta como una amenaza: “ojo, algo malo está pasando”, y genera aún más escenarios negativos: “lo van a asaltar”, y entonces se intensifican o aumentan las sensaciones físicas desagradables, y la ansiedad, y más escenarios negativos se intensifican a su vez.
Este proceso en espiral puede seguir, seguir y seguir, pues la capacidad imaginativa de mi cerebro nuevo es infinita.
Cuando me doy cuenta, estoy atrapada en un espiral que me lleva a sentirme terriblemente ansiosa por algo que está pasando únicamente en mi imaginación.
Como dice Michel de Montaigne: “Mi vida ha estado llena de terribles desgracias, la mayoría de las cuales nunca sucedieron.”
La esperanza: ¿Cómo Mindfulness nos puede ayudar?
Las prácticas de Mindfulness nos ayudan a atravesar el miedo y la incertidumbre de una manera amable, sin quedar atrapados en ese espiral que nos lleva a que a ansiedad aumente de manera exponencial.
Mindfulness nos invita a acercarnos y explorar nuestra experiencia presente, haciéndolo con curiosidad y apertura, es decir, sin juzgarla ni querer cambiarla.
Este aspecto no juicioso y curioso de Mindfulness, nos permite acercarnos a aquello que es incómodo o desagradable.
Observar y notar pensamientos, sensaciones físicas o emociones sin quedar pegados o sobre identificados con ellas. Reconocer que los pensamientos son sólo pensamientos, igual que las sensaciones físicas y las emociones. Darnos cuenta de que tanto pensamientos, sensaciones físicas y emociones son impermanentes: llega, se expresan y se van.
Aprender a aceptar nuestra experiencia interna (emociones, sensaciones, pensamientos), como sea que llegue, en lugar de tratar de sacárnosla de encima, evitarla, o querer cambiarla, paradójicamente, reduce el estrés y los episodios de ansiedad.
Una pequeña práctica para finalizar
La próxima vez que sientas ansiedad, te invitamos a observar esta experiencia con apertura, curiosidad y sin juicio. A notar qué dispara la ansiedad, y cómo se siente cuando empiezas a quedar atrapada o agarrado por esa ansiedad.
Esto es, notar cómo se siente la ansiedad en tu cuerpo: ¿la puedes ubicar en alguna zona en particular de tu cuerpo?, ¿es una sensación de picazón, hormigueo, calor, vacío o tensión?, ¿qué pensamientos aparecen?
¿Puedes observarlos y notar como esos pensamientos van y vienen?
Si te es posible, lleva tu atención a la respiración, notando el aire que entra y sale de tu cuerpo. Quizás te ayude respirar un poco más lento y profundo de como respiras normalmente.
Gracias a la neurociencia, hoy se sabe que el simple hecho de observar nuestra respiración ayuda a calmar nuestro sistema de amenaza (calma la amígdala). Si, además, hacemos respiraciones un poco más profundas y un poco más lentas (sin que llegue a ser incómodo), activamos nuestro sistema nervioso parasimpático, que es el que nos ayuda a calmarnos.
Finalmente, recuerda ser amable contigo misma. La ansiedad es una emoción que puede ser difícil, así que trátate con cariño.
Se ha visto que la amabilidad hacia nosotras mismas, así como hacia los demás, ayuda también a clamar la amígdala, regular el estrés y gestionar de manera más sabia nuestra ansiedad.
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